¿Deben participar los cristianos en las fiestas de Año Nuevo?

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La Biblia aconseja a los cristianos que “anden decentemente, no en diversiones estrepitosas y borracheras” (Romanos 13:12-14; Gálatas 5:19-21; 1 Pedro 4:3). Como, por lo general, los mismos excesos que condena la Biblia son los que caracterizan las celebraciones de Año Nuevo, los cristianos no participan en ellas. Lo anterior no implica que sean unos aguafiestas.

Al contrario, saben que la Biblia manda a los adoradores del Dios verdadero en repetidas ocasiones, y por diversas razones, que se alegren (Deuteronomio 26:10, 11; Salmo 32:11; Proverbios 5:15-19; Eclesiastés 3:22; 11:9). Las Escrituras también reconocen que la comida y la bebida suelen estar relacionadas con el regocijo (Salmo 104:15; Eclesiastés 9:7a).

No obstante, como hemos visto, las festividades de Año Nuevo hunden sus raíces en las costumbres paganas. La adoración falsa es inmunda y detestable a los ojos de Jehová Dios, y los cristianos rechazan las prácticas con tales orígenes (Deuteronomio 18:9-12; Ezequiel 22:3, 4). El apóstol Pablo escribió: “¿Qué consorcio tienen la justicia y el desafuero? ¿O qué participación tiene la luz con la oscuridad? Además, ¿qué armonía hay entre Cristo y Belial?”. Con razón añadió: “Dejen de tocar la cosa inmunda” (2 Corintios 6:14-17).

Los cristianos también comprenden que tomar parte en ritos supersticiosos no garantiza la felicidad ni la prosperidad, sobre todo porque participar en tales celebraciones resulta en la desaprobación de Dios (Eclesiastés 9:11; Isaías 65:11, 12). Además, la Biblia aconseja a los cristianos que sean moderados y que tengan autodominio (1 Timoteo 3:2, 11). Evidentemente, sería impropio que quien afirma seguir las enseñanzas de Cristo participe en una celebración caracterizada por el exceso desenfrenado.

Por llamativas y atrayentes que resulten las celebraciones de Año Nuevo, la Biblia nos dice que ‘dejemos de tocar la cosa inmunda’ y que ‘nos limpiemos de toda contaminación de la carne y del espíritu’. Jehová da esta reconfortante garantía a los que le obedecen: “Yo los recibiré seré para ustedes padre, y ustedes me serán hijos e hijas” (2 Corintios 6:17–7:1). De hecho, promete bendiciones y prosperidad eternas a los que le sean leales (Salmo 37:18, 28; Apocalipsis 21:3, 4, 7).

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