Desnúdense de la vieja personalidad con sus prácticas (Col. 3:9).

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Algo que nos permitirá determinar si estamos manifestando el espíritu de Dios o el del mundo es fijarnos en cómo reaccionamos cuando no van bien las cosas (1 Cor. 2:12). Por ejemplo, ¿qué hacemos cuando un hermano o una hermana es desatento con nosotros, nos ofende o incluso peca contra nosotros? Otro asunto sobre el que debemos reflexionar es nuestra conducta en la intimidad del hogar, pues es allí donde suele verse claramente cuál de los dos espíritus tiene más fuerza. Preguntémonos: “En los últimos seis meses, ¿se ha vuelto más cristiana mi personalidad, o he recaído en alguna mala costumbre, sea en mi forma de hablar o de comportarme?”. Si nos vestimos de la nueva personalidad, creceremos en amor y bondad, y estaremos más dispuestos a perdonar a los demás, aunque tengamos motivos para estar irritados (Col. 3:10). Cuando nos parezca que nos han tratado injustamente, no reaccionaremos con “amargura maliciosa” ni con “cólera e ira y gritería” o “habla injuriosa”. Más bien, nos esforzaremos por ser “tiernamente compasivos” (Efe. 4:31, 32). 

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